Mientras saco
el portátil la señora que está al lado, que ha tenido varios problemas para
encontrar el sitio, habla con su hijo por el móvil. Le desea buenas Navidades
en esas tierras lejanas, le pregunta si ya terminó el trabajo. Le vuelve a
desear suerte. Le dice que su padre le echa de menos, como ella. Le desea
buenas Navidades. Una y otra vez. Feliz Navidad.
Me apetecería
arroparme con una manta y ver cómo cae la lluvia mientras me despido de Oviedo.
Si alguien pusiera una chimenea enfrente, con llamas que saborean el sabor de un tronco seco, y me trajera un chocolate
caliente, mejor aún. Es lo que pide el frío que se avecina. Fuego, hogar,
deseos, esperanza. Es lo que merece.
Cuando viajo
por estas fechas me intento imaginar la vida de la gente. Todos llevan mucho
equipaje, todos llevan mucha ropa de abrigo encima, como si todos esperasen que
al llegar a sus tierras el cielo los recibiera nevando. Lo que me preocupa
realmente es quién los espera y los recibirá, no qué; lo que quiero descubrir
en sus andares lejanos son las esperanzas que guardan sus corazones; lo que
quiero vislumbrar en sus ojos es a dónde se dirigen, en qué lugar del mundo se
encuentra su hogar.
Suelo
inventarme la historia de sus vidas. Piense en lo que piense mientras observo
el mundo desde mi ventana del autobús, todo acaba tratando de personas. Y da la
impresión de que, de repente, todo a mi alrededor está iluminado con las
felicidades y los pesares de personajes desconocidos con algún destino fijo.
Mientras ellos viven sus vidas, yo intento encontrar la mía a través de sus almas.
Como he dicho,
al final todo trata de personas. De personas lejanas, cercanas, ausentes,
presentes, de besos, de abrazos, de lágrimas. Miles de ánimas que vuelven a su
hogar o se quedan en tierras extrañas, miles de nuevas sonrisas que nuestra
memoria inmortalizará. Todos respiramos el mismo aire y todos vamos de la mano
en el mismo barco, pero cada uno tiene su pasado. Un pasado que a veces te
persigue, que a veces se queda atrás. Da igual. Mis pensamientos hacen que mi
imaginación rescate todos los pasados plausibles y todos los futuros inciertos.
Al recolocarme
los cascos con una sonrisa, me percato de que la noche ya se ha cernido sobre
el mundo. Y parece tener vida propia, como si las sombras fueran entidades
fantasmagóricas, como si en realidad la oscuridad pudiera seguir a los
transeúntes. Sin embargo, en esta ocasión, hay luces de diversos colores que
los guían, que les muestra el camino de vuelta a casa. Da igual que la
oscuridad sea como la luz, da igual que irradie negrura. Las lucecitas abren el camino
en ese elemento. Da igual que apagues todas las farolas, esas bombillitas seguirán titilando en lo alto, movidas por el viento.
Muchas veces,
aunque las luces nos acompañen, aunque las sonrisas nos reciban, percibimos que
de una Navidad a otra hemos ido perdiendo cosas, personas, sentimientos
importantes. ¿No podríamos alegrarnos por lo que hemos ganado? ¿No podríamos,
en el peor de los casos, dejarnos cautivar por las luces parpadeantes, por la
cara de felicidad de los niños, y prometernos a nosotros mismos que en cuanto
antes seremos capaces de acabar con la situación que nos inquieta? Es un buen
momento para trazar un plan a la luz de una hoguera, de intentar soñar despiertos
mientras señalamos la estrella fugaz que aparece en el cielo.
¿A qué crees
que saben, huelen, suenan las Navidades? ¿Qué tacto tienen? Aguarda, te lo voy
a decir. Saben a mazapán y turrón; huelen a musgo fresco, al frío de la nieve,
a tierra mojada, a arena húmeda; suenan a villancicos, a los que sean, esos que
tanto odias y luego tarareas sin querer; tienen el tacto de las mantas, de lo
humano, de la madera caliente.
Últimamente,
seguramente desde que perdí mi inocencia de niñez, las Navidades para mí son
melancólicas. Melancólicamente bellas. Melancólicas, al fin y al cabo. Pero
también están llenas de magia. De algo que flota en el aire. Algo alejado de la
religión, de la sociedad, del consumismo, de los regalos. Es simplemente como
si esta época del año pudiera rescatar los recuerdos que más amo, los mejores
momentos, para ponerlos sobre la mesa y mostrármelos de nuevo. Y eso, claro
está, duele, pero también es una de las mejores sensaciones que siento.
En todo eso voy pensando mientras el autobús me lleva por pueblos en los que nunca he estado en realidad. En todo eso pienso mientras siento que la Navidad, una vez más, nos comienza a rodear.
PD. En mi casa
dejo que la oscuridad me trague y solamente las luces de ese árbol de mentira
me guíen. Suelo observarlas desde abajo. Me hipnotizan. Hacen que una parte de
mi alma esté un poco, un poquito más tranquila.