Me asomé con
un movimiento rápido, intentado recuperar esos juegos de niñez que se habían
perdido por el camino de mi adolescencia. Apenas había subido unos centímetros
la persiana para poder dejar una rendija por la que se colaba la luz de las
farolas. En ese rápido vistazo descubrí que, en realidad, lo que se colaba era
la luz reflejada por un cristal del edificio de enfrente. Me agaché.
Al colocar la
espalda contra la pared, tanteé debajo de mi cama con la mano derecha y
encontré exactamente lo que buscaba: una caja negra, con algo de polvo por
encima. Acaricié la madera antes de sacarla y observarla brevemente, para
soplar sobre ella como si estuviera descubriendo un tesoro olvidado.
Las bisagras
chirriaron al abrirla. El rayo de farola reflejado se reflejó. Vaya redundancia
tan atípica del lenguaje. Toqué el metal dorado con la mano. Saqué el catalejo con
cuidado y con una sonrisa en los labios. De un salto me levanté y lo apoyé en
el marco de la ventana; apenas tardé unos segundos en regularlo. Sexta ventana
comenzando por la izquierda del sexto piso, pues la repetición mezclada con la
utilización de etimologías distintas molaba.
Ese árbol de
Navidad lleno de luces solo era localizable de noche, cuando ya no tenía la
excusa de estar observando el vuelo de las palomas. Excusatio non petita, accusatio manifesta, sí: el catalejo a veces
perdía aquel vuelo y acababa en las parabólicas de Televés para después subir
siguiendo las tuberías hasta las ventanas. Nunca nada interesante. Salvo ese
árbol de Navidad. Las palomas dormían. ¿Qué más podía hacer?
Intentando
observar sus lucecitas de colores tan hipnóticas me di cuenta de que había
alguien en la habitación. Sí, ahí en frente, al lado del árbol. Aunque si
quitabas el catalejo se desdibujaba. Volví a colocarme. La chica seguía allí.
Incluso veía que, ¡maldita sea!, me estaba mirando.
Oro derretido.
Oro derretido,
una llama acogedora envolviendo un tronco en la chimenea durante una gélida
noche interminable
Y ébano.
Aquello
evocaba esa ciudad llena de posibilidades, de alegorías, de colores
inconcebibles y curvas praxitelianas; sus farolas de hierro negro erguidas
frente a las fachadas de edificios adormecidos.
Sus paredes
poseían una incandescencia única que traía consigo una ola de calma cada vez
que caminaba bajo el acuarela con tonalidades pastel que formaba el cielo y sobre
los patrones desgastados que decoraban la acera resbaladiza. Incluso las
estatuas metálicas bruñidas se asemejaban al carbón encendido.
Esa noche
había deambulado entre el claroscuro sin intención de esquivar los charcos que
cubrían el suelo irregular, ni el deseo de evitar el diluvio que siempre parecía
más cálido de lo que en principio debía ser.
Recuerdo el
chirrido de mis botas contra las baldosas del portal al regresar a casa; el
rastro de agua que dejaron atrás mis pisadas y la pequeña inundación que
causaron en el ascensor a lo largo de su viaje hacia la sexta planta.
Tras abrir la
puerta al piso, colgué la ropa empapada sobre la calefacción de la entrada y
coloqué las botas debajo de ella. El leve olor a canela y galletas recién
horneadas embadurnaba el lugar.
Los
villancicos, el tumulto y las voces de los vecinos traspasaban con claridad el
apartamento mientras la luminosidad del exterior se filtraba por los paneles de
cristal, jugando con el matiz de las habitaciones de forma encantadora. Junto a
ella, el brillo de las bombillas coloridas del árbol alumbraba mi pequeño
hogar.
Al fin había
llegado la navidad;
Esa época
risueña, ajetreada, estrambótica y, para algunos, melancólica y solitaria.
Después de
arroparme, me dirigí hacia el salón. Encendí la luz y caminé hacia la ventana,
apartando las cortinas traslúcidas para abrirla.
Hacía años que
no nevaba en la ciudad, pero eso no evitaba que el ambiente se animara por esas
fechas. Se notaba en el aire fresco teñido ligeramente por combustible y
fritangas. Había cesado de llover pero la ciudad - un cuadro al óleo, aún tardaría
bastante en secarse.
Mi vista cayó
sobre la minúscula plaza romboidal al otro lado de la calle, donde a lo largo
del día se reunían innumerables palomas a la espera de las migas de pan que les
traía frecuentemente un señor mayor con boina ajedrezada.
A lo lejos se
escuchaba el pitido del camión de la basura mientras un silbido subía desde la
acera, y más allá de la plaza y el terreno/foso descuidado que la rodeaba, el
edificio de tejas verde pantano y almohadillado de inglete blanco daba señales
de vida.
Fue entonces
cuando algo captó mi atención.
Entrecerré los
ojos. ¿Qué era aquello?
En mi intento
de posicionarme mejor, tropecé, enredando un brazo en la cortina, chocando con
el árbol a mi izquierda y causando que uno de sus adornos cayera al suelo.
Resoplé, recogiendo la bolita azul con copitos de nieve blancos del suelo y
posándola sobre la mesa, encima del boceto de una chica de ojos tristes.
Con cautela,
regresé a la ventana y la cerré.
Efectivamente;
un solitario destello atravesaba uno de los cristales del ático del edificio de
tejas verdes.
A través de
los ojos se ve el alma. Y da igual la distancia, los obstáculos que haya por
medio, estaba segura de que si aquella persona se inclinaba sobre el cristal y
observaba con una mirada lo suficientemente intensa, me leería los sentimientos
impresos en mi espíritu. Aparté el catalejo, volví a colocarme contra la pared
y apagué la luz, reaccionando instintivamente.
La oscuridad
me envolvió. Me daba la impresión de que no me protegía lo suficiente. Sin
embargo, una llama surgió para borrar los miedos; tal vez otra persona se
aburría más allá de la calle con mis mismas intenciones, observar el mundo
exterior por un rato desde la comodidad del hogar. La oscuridad se volvió más
apacible. Otra sonrisa volvió a aparecer en mi cara.
Me puse los
cascos de música para tranquilizarme ante la idea de poder comunicarme con la
otra buscadora (¿pues no podría estar ella también buscando inspiración para
crear historias?). ¿Y que sería mejor para aquello? Ni idea. El código morse
era algo que me parecía fantástico y desconocido. Sin embargo, de poco me
serviría utilizar la única señal que conocía: SOS.
La curiosidad
pudo conmigo. Caminé hacia el interruptor, dejando la habitación a oscuras
salvo por los parpadeos de las luces navideñas que parecían sintonizar con mi
pulso. Tanteando los contenidos de la estantería, entre libros y tubos de
acrílico, di con ellos.
Con el cordón
rodeándome el cuello, me posicioné de rodillas, los cilindros de los
binoculares sobre el marco.
Tal vez fue la
música o la protección que sentía lo que me hizo colocar el catalejo como antes
y seguir observando aquel árbol con aquella persona más allá del cristal. Dos
cristales no pueden separar bien a dos desconocidos; una calle tampoco.
Sin embargo,
la buscadora había desaparecido, dejando al árbol de nuevo solo, a oscuras esta vez, reflejando sus luces en el
cristal, en las paredes, en los adornos que colgaban de sus ramas. Esperaba que
hubiera un gato que pudiera jugar con aquella decoración, o un niño pequeño en
aquel lugar que alegrase las Navidades. Esperaba que en aquel lugar sonase una
dulce canción que conmoviera los corazones de los habitantes. Pero, en fin, el
árbol seguía abandonado en el salón y tuve que buscar algo más interesante que
hacer.
Sin pájaros en
el cielo, lo único apetecible para observar eran las estrellas, aunque me
dediqué a vigilar a los pocos transeúntes de la calle. Suspiré. La música
cambió. Una variación ligera hacia la tranquilidad.
Enfoqué sobre
el brillo.
Y por un
instante mi corazón flaqueó.
Lo que me
había parecido una estrella centellando en la penumbra tras un cristal era en
realidad un reflejo. Un reflejo sobre lo que parecía ser un catalejo guiado por
una silueta.
Sacudí la
cabeza y me froté bien los ojos antes de entornarlos. Armándome de valor, me
dispuse a comprobarlo.
Sí,
definitivamente era un catalejo.
Un catalejo
dorado. Elegante.
Había un
catalejo dorado y elegante sujeto por un individuo desconocido mirando
fijamente hacia mi ventana.
Me retiré
rápidamente, deslizándome de espaldas contra la pared con un nudo en la
garganta. Un escalofrío escaló mi columna, mis pensamientos colisionaban y el
recuerdo de una conversación con mi madre invadió mi mente:
«¡¿Pero tú
cuántos acosadores has tenido, mamá?!»
«Ay, no sé…
¿Cinco? ¿Seis? La verdad es que he perdido la cuenta. Anda, no pongas esa cara,
hija; ya tendrás tú unos cuantos, tú no te preocupes por eso».
Que no me
preocupase.
¡Que no me
preocupase!
¡Lo había
dicho como si fuesen trofeos!
Aquello había
sido más surrealista que un cuadro de Dalí.
E igual de
inquietante.
¿Y si mi madre
tenía razón?
¿Y si era un acosador
y no solo un vecino aburrido?
¿Y si era ese
hombre raro con pinta de neonazi que había visto el otro día? ¿Vigilando desde
detrás de las persianas venecianas abiertas del mismo ático?
Dios mío. Un
pirata neonazi. Me acosaba un maldito pirata neonazi voyeur.
Cuando me iba
a ir a cenar, oyendo que mis padres ya trasteaban en la cocina, la melancolía
de perder a un personaje me inundó y mi catalejo se dirigió de nuevo a aquel
sexto piso, sexta ventana comenzando por la izquierda. Al menos me podría despedir
del árbol navideño, adorable y solitario. Sin embargo, el corazón me dio un
vuelco.
La buscadora
había cogido unos prismáticos y miraba hacia aquí, no sabía desde hacía cuánto
tiempo, no sabía si exactamente a mi ventana o a mi edificio. Las manos me
temblaron sin saber qué hacer. Mi mente se quedó en blanco. La buscadora
observaba.
¡Por todos los
infiernos, seguía con aquellos prismáticos mirando en mi dirección! ¿Habría
visto el catalejo? ¿Habría pensado en piratas? Un catalejo era más poético para
un personaje que unos prismáticos, incluso en las palabras: catalejo, ver de
lejos, contra prismáticos, anteojos prismáticos.
No te vayas,
buscadora, reflexiona. Sigo aquí. Saca de la realidad algo para la imaginación.
Hazlo ya. Antes de que me vaya.
Coloqué la
cabeza entre las rodillas. Estaba hiperventilando y la falta de aire amenazaba
con desmayarme. La temperatura de la habitación parecía descender drásticamente
con cada minuto que pasaba.
Las persianas.
Tenía que
bajar las persianas.
No sé el tiempo
que estuve así hasta recordar algo que había olvidado: las banderas de señales.
Era lo único con lo que sabía que me vería, si ponía una bandera de señales
contra la ventana. Fui corriendo al cuarto de mi hermano, el cual me abrió casi
inmediatamente.
—¿Me dejas la
Kilo y Xray?—dije tal vez bruscamente.
—Pequeñaja, ¿a
qué tanta ilusión?—me preguntó este, sacando las banderas de su armario con
rapidez—. ¿Alguna frikada vexilológica?
Negué con la
cabeza, a lo que él se encogió de hombros.
—¿Sabes que hoy
me han preguntado que si era nazi? ¿Tengo pinta de eso?
Su voz se fue
haciendo más débil cuando me alejé corriendo por el pasillo, y oí que cerraba
riéndose ante mis locuras. Tendría que haber contestado que sí: el pelo rapado
le quedaba algo inquietante, aunque si abría la boca daba la impresión de que
acababa de salir del país de la piruleta. Reductio
ad hitlerum, seguro que utilizarían eso contra él por su pinta aunque fuese
el más antibelicista que hubiera sobre la Tierra.
Sentí que
había transcurrido una eternidad cuando al fin logré moverme. A gatas llegué
hasta el árbol; no conseguía mantener las manos quietas, pero al fin pude
cerrar las cortinas.
Creo que
llegué tarde. Al levantar del todo la persiana y encender de nuevo la luz, la
buscadora había corrido las cortinas. Cogí primero la Kilo («deseo comunicarme
con usted») sin demasiadas esperanzas. La coloqué sobre la ventana y la mantuve
mientras cogía mi catalejo. No vi movimientos.
Tal vez me
había visto y se había asustado. No buscadora, soy una pirada de las banderas,
no una asesina. Abre las cortinas. Ábrelas. Mira la bandera. Busca como una
loca en Internet su significado.
Solté el
catalejo y busqué con el móvil el código morse. Wikipedia tenía la solución.
¿De qué otra forma se iba a poder comunicar ella si no era así? No creo que
tuviera banderas navales. Dejé el móvil sobre la cama y volví a observar con el
corazón en un puño.
Me levanté lo
más despacio posible, intentando evitar ser vista. Bajé la persiana a
trompicones antes de desplomarme sobre el sofá, dedos enrollados en los
mechones de mi pelo desaliñado. Notaba los latidos frenéticos de mi corazón en
el cuello.
Encima de la
mesa, junto al adorno azul e iluminado únicamente por las luces multicolor se
encontraba el fijo.
Lo descolgué.
Teléfono
temblando en mano, tomé una decisión.
Vi cómo se
bajaba la persiana lentamente. Como si fuera a cámara lenta. El catalejo,
directo sobre el colchón. La Xray arrojada casi con violencia sobre la ventana
(«Suspenda sus maniobras y preste atención a mis señales». Oh, madre, si no
sabía bien de banderas la iba a confundir con la finlandesa). La moví
repetidamente mientras la persiana bajaba cada vez más. A cámara lenta. Hasta
que las luces del árbol desaparecieron sin más.
El grito de
«¡A CENAR!» me sacó de mis casillas. Ya está. Eso es todo. Ahí termina la gran
historia de cómo una buscadora no encontró su inspiración y de cómo yo maldije
al universo por no darme nada más en aquella aburrida tarde llena de
pensamientos sobre exámenes.
Mientras
revolvía la sopa, aquella odiada por Mafalda, me pregunté en realidad qué había
pasado. Por qué no había contestado. Tal vez ni tan siquiera me había visto.
Tal vez había sido invisible. Yo solamente quería encontrar a otro escritor
loco en la ciudad de Oviedo. Yo solamente quería algo más. Mi hermano inclinó
la cabeza mirándome, preguntándome con esos ojos de mirada profunda que qué me
pasaba. Me encogí de hombros. Perder a un personaje duele. Perder a una
buscadora más.
Pasaron varios
minutos. Respiré hondo y dejé el aparato de lado, observando los binoculares
que seguían colgados de mi cuello.
No. No
llamaría.
Pero mañana.
Mañana al
anochecer buscaría al pirata.
[PD. Como el vecino de enfrente había puesto unas luces navideñas, solo se me ocurrió pedirle a Uve que escribiéramos un texto juntos. Le planteé lo que tenía que escribir dando pocas instrucciones (del tipo: En una ventana a lo lejos ves un reflejo) sin que ella supiera qué escribía yo, para luego intercalar los textos. Creo que por el estilo ya adivináis cuál es de cada una. Y por las frikadas vexilológicas.
Saludos y felices fiestas, lectores].