20 feb 2015

Paraguas, una pequeña historia cotidiana de Sar

Justo en el momento en el que Zeus dejó de explicarle a su copero por qué las humanas le atraían mucho más que su esposa (nadie aguanta una relación durante milenios), se dio cuenta de que, a sus pies, Helios ya pasaba con su carro de fuego sobre Asturias. Se esperaba un sol brillante.
—Esto no puede ser—dijo en voz baja—. Hoy hay cántabros que vuelven en autobús a su tierra, pero para cogerlo tienen que ir andando. Hay que joderlos.
Zeus fue hasta su trono y rebuscó entre sus cojines hasta que encontró su bolsa de rayos. Sonriente, volvió a la terraza del Olimpo y se inclinó hacia las tierras de los mortales.
—A ver, sé un poco inteligente—le dijo Atenea, que vagueaba aburrida de que las guerras humanas pasaran de ella en cuanto a tácticas militares—. Si lanzas rayos, van a saber que eres tú. Manda solamente un poco de lluvia antes de que amanezca y que resista durante el día.
—¿Lluvia?—le preguntó—. ¿Crees que esos norteños no saben lo que es la lluvia?
—Que lo sepan no significa que no les moleste. También saben lo que es la muerte, listo.
Zeus suspiró mientras gruñía y Atenea siguió mirándolo impasible.
—Lluuuuuuviaaaaaaa—canturreaba ella.
Cuando Sar se despertó en la tierra de los mortales y vio las calles mojadas, se empezó a preguntar si Dios/Alá/Odín/Zeus/Júpiter lo estaba haciendo a propósito.
En el Olimpo, cuando Zeus se cansó de observar a los humanos y empezó a buscar específicamente lupanares, Atenea se agachó esperando que su susurro divino en griego antiguo llegase a los alumnos de clásicas de la Universidad de Oviedo: «Los humanos creasteis los paraguas para evitar las capulladas de los dioses».
Sin que nadie de clásicas verificase tal historia, Sar la escribió, no vaya a resultar que sea cierta y nadie la sepa. Feliz viernes lluvioso.

Escrito en Whatsapp entre las 8:21-8:31 de la mañana.

13 feb 2015

Feliz no San Valentín

Nota previa: Feliz NO San Valentín. En este terrorífico viernes 13 en el que se estrena 50 sombras de Grey, día antes de San Valentín, no voy a hablar de sadomasoquismo mal explicado. Solamente voy a dejar un relato que demuestra que los amores perdidos existen y que, si al menos no lo intentaste, te puedes arrepentir (nada que ver con 50 sombras, que nadie se atreva a decir "por desgracia"). Quiero desmitificar el amor empalagoso con un texto empalagoso antiempalagoso pesimista. El sadismo del escritor reside en hacer sufrir a los personajes que quiere. Saludos.

Qué más daba lo mal que pudiera haber salido el día. Aunque lo hubieran insultado, aunque se hubieran metido con su cultura, aunque se hubieran reído de él, su sola presencia ya bastaba para disipar las nubes.
Solía meter las manos en los bolsillos cada vez que la veía. Tal vez tenía miedo de no saber qué hacer con las manos, pues estaba seguro de que empezaría a dar vueltas a su bolígrafo, a revolverse el pelo o a no dejar en paz a su colgante. Así que, sí, cada vez que la veía entrar por la puerta se metía las manos en los bolsillos, se erguía un poco para verla por encima de las cabezas, dejaba de escuchar las conversaciones hirientes alrededor y respiraba su aroma.
Nunca se le había dado bien describir olores, pero daba igual. Era simplemente uno de los mejores aromas existentes en el mundo. Estaba seguro de que las colonias de mil euros eran peores que la fragancia que siempre seguía a aquella chica. Le recordaba a los veranos felices de niñez; al fresco de un bosque en otoño, cuando todas las hojas caídas alfombran caminos perdidos; a las noches alrededor de una hoguera, cuando los miedos acechan en las sombras, pero la compañía de tus amigos te hace sentirte invencible; a los primeros copos de nieve que caen tímidos sobre una ciudad gris que se los tragará. Le ardía el corazón cada vez que la olía. Le hacía sentir la inefable soledad del individuo.
Su presencia podía pasar inapercibida entre tantos seres, pero para él era el centro del universo. Los cabellos que le caían sobre la espalda, la nariz pequeña, las mejillas sonrojadas por el frío, el resplandor de sus ojos oscuros, la forma que tenía de colocarse la bufanda una y otra vez a lo largo de las aburridas clases, su sonrisa cada vez que una de sus amigas le decía algo. Su cara de desesperanza al observar algún examen. Su cara de confusión cuando el profesor explicaba cosas inefables. Todo le atraía como si fuera un agujero negro, como si él fuera solamente un ente inanimado que se ve inevitablemente arrastrado hacia la perdición.
Había notado varias veces el inexistente caso que le hacía. Para ella, era invisible. Sus amigas de vez en cuando le lanzaban una mirada un tanto mortal, queriendo protegerla, queriendo alejarlo. Él, simplemente, metía las manos en los bolsillos y agachaba la cabeza, intentado prestar una atención que no poseía a sus apuntes.
Estuvo demasiado tiempo soportando las burlas, estuvo demasiado tiempo con las manos en los bolsillos. Si se chocaba con ella de casualidad creía que iba a morir. Cuando caminaba por la calle y la veía esperando el autobús quería detener el tiempo para admirarla eternamente. Odiaba su presencia, y la necesitaba. Podía conseguir sacarle una sonrisa en los peores tiempos, podía conseguir lanzarle a un pozo sin salida cuando ella apartaba la mirada.
Nunca se atrevió a sacar las manos de los bolsillos. Esa chica pasó delante de sus ojos infinitas veces, más de las que tú y yo podemos contar, y nunca le dirigió una sola palabra. Ella, simplemente, no sabía que él existía. Sus amigas, simplemente, se reían del mundo, no de él. Para ellas era indiferente, una cara más entre las cientas que verían al día. Para ella era inexistente, una sombra en la oscuridad. Para él, ella era un universo.
Cuando jadeó por última vez, entre el humo del incendio, solamente pudo pensar en ella. En las ocasiones perdidas, en el tiempo abandonado. Solamente pudo pensar que, si vives una vida sin intentar nada, no la has vivido. Y se dio cuenta de eso justamente cuando comenzaba a vivirla.