12 jun 2020

El discurso biomédico y la patologización trans


A la izquierda, la bandera trans. A la derecha, la arcoíris,
que engloba al colectivo LGBT en su conjunto.
Hoy en día, consideramos que una persona es trans si no se identifica con el género que le asignaron al nacer. En las ecografías prenatales (o como muy tarde, cuando el bebé nace), los sanitarios se fijan en sus genitales y determinan si están ante lo que será un hombre o una mujer. Esta es la primera vez en la que se correlaciona el sexo de una persona con su género, aunque estas sean realidades separadas y de distinta naturaleza.
Por un lado, el sexo es una categorización que se ha aplicado en biología. Se considera que el sexo son todas aquellas características que diferencian a los individuos separándolos en masculinos y femeninos, lo que incluye el sexo cromosómico, el gonadal y el fenotípico. Esto no debe ser entendido como una distinción estanca y separada, pues no siempre se da así en la naturaleza. Existe la realidad intersexual, en la que la persona presenta características biológicas de ambos sexos en mayor o menor medida, pero sin tener que llegar a este punto, estos factores sexuales tienen una gran variación dependiendo del individuo. En humanos, esto se trasladará al concepto social de hombre/mujer.
Por otro lado, el género es una construcción social. Dentro de esta encontramos por una parte la identidad de género, que es la identificación propia de la persona, y por otra los roles de género, que son los papeles que la sociedad asigna a cada identidad. En la sociedad occidental en la que vivimos, decimos que hay un binarismo de género, es decir, que solo se presenta la opción legal y socialmente aceptada de hombre/mujer. A cada identidad, que se impone externamente al individuo en base a sus genitales, se le asocia determinado rol social. Sin embargo, en algunas sociedades, la relación entre los roles y la identidad es más compleja y está unida a otros conceptos como la orientación sexual de la persona o las prácticas culturales.
Por ejemplo, en Tehuantepec, México, «muxe» denomina a las personas asignadas hombres al nacer que asumen roles femeninos socialmente (algunas de estas personas se consideran mujeres tránsgenero, mientras que otras se identifican como hombres gays. Hay quien no asume la catoligización occidental). En Samoa existe un tercer género llamado «fa’afafine», que engloba a personas asignadas hombres al nacer que son educadas como mujeres por sus familias, y que llevan a cabo un papel social que no es en realidad ni de hombre ni de mujer (algunas de estas personas se consideran hombres cis y otras mujeres trans, algunas niegan estas identidades). En Albania, las personas asignadas mujeres al nacer pueden renunciar a las relaciones sexuales y al matrimonio para tomar el rol de hombre en su familia; a partir de entonces, serán tratadas como hombres y tendrán sus privilegios. A estas personas se las conoce como «vírgenes juramentadas».
Como veis, estas culturas no relacionan la identidad de género solamente con el sexo, lo que sí ha hecho la cultura occidental a lo largo de los siglos. Y es que, mientras que en otras partes del mundo se considera a  una persona de otro género por comportamientos sociales o sexuales, en Occidente tradicionalmente se tiene la idea de que solo se puede ser de un género si se poseen las características sexuales atribuidas a él, generalmente, los genitales. Es decir, desde que se comenzó a visibilizar la realidad trans en el mundo occidental, se dio a entender que una persona debía cambiar de sexo para poder ser aceptada, por ella misma y por la sociedad, en su nuevo género.
Se suele repetir que a las personas trans se las ha patologizado porque se ha impuesto una visión desde la medicina que señalaba su identidad como un trastorno mental. La palabra «transexual», de hecho, nace en el seno de la sexología europea, a principios del siglo pasado, cuando también se comienzan a realizar las primeras operaciones de reasignación de género. Como tradicionalmente se asumía que un hombre era hombre por tener pene y una mujer era mujer por tener vagina, la única solución que se daba a la condición trans era la hormonación y la operación.
Fue así como se señaló, desde la psiquiatría, que las personas trans sufrían un trastorno, basado en una discordancia entre la identidad de género y el sexo del individuo, que le provocaba un «malestar». La primera aparición en la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades, dependiente de la OMS) fue en la CIE-6 (1948), donde el «transexualismo» se incluía en el apartado de trastornos mentales. En los años 80 se incluyó el diagnóstico de «transexualismo» como trastorno en el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), en parte con la intención de que el costo de estas operaciones fuera asumido por la sanidad pública y/o las aseguradoras estadounidenses. Posteriormente se conocería como «trastorno de identidad de género».
La inclusión de esta categoría fue criticada, al considerar que no se podía patologizar una identidad y que ese diagnosticado «malestar» se podría solucionar mediante procedimientos no quirúrgicos. Por parte de otros expertos en salud mental se señaló que la asignación de una persona a estas categorías provocaba que tal persona asumiera que estaba enferma, lo que hacía que empeorase su estado anímico.
Tras las presiones sociales, el DSM cambió la nomenclatura a «disforia de género» en el 2012. Sin embargo, científicos y académicos de diversos campos siguen viendo en el manual esa intención patologizante, pues sigue diagnosticando la realidad trans como si fuera un problema de salud metal que requiere una intervención. La OMS, por su parte, en 2017 cambió la nomenclatura de «transexualidad» a «incongruencia de género» y la movió del capítulo de trastornos mentales al de condiciones relativas a la salud sexual.   
Pese a estos cambios, en la mayoría de los casos se siguen percibiendo ser transgénero como una enfermedad mental, aunque una que no debe tratase como tal, sino mediante un tratamiento hormonal y quirúrgico. Debido a que las personas trans no están ampliamente aceptadas en la mayor parte del mundo, y menos si no hacen esta transición, parecería imposible confirmar si la «disforia de género» puede existir fuera de una realidad que discrimina la diversidad sexual. Sin embargo, parece estar demostrado que este malestar no existe en aquellas culturas en las que otras realidades son aceptadas sin problemas. De hecho, esta es una postura que cada vez toma más peso entre los profesionales de la salud: que la disforia recogida en el DSM-V es más una consecuencia de la exclusión social producto de la transfobia, y no un problema de la persona en sí.


Bibliografía consultada:
Campo-Arias, A. & Herazo, E. (2018). Novedades, críticas y propuestas al DSM-5: el caso de las disfunciones sexuales, la disforia de género y los trastornos parafílicos. Revista Colombiana de Psiquiatría, 47(1), pp. 56–64.
   Fernández-Rodríguez, M. & García-Vega, E. (2012). Surgimiento, evolución y dificultades del diagnóstico de transexualismo. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 32 (113). 
    Hines, S. & Taylor, M. (2018). ¿Es fluido el género? Barcelona: Editorial Blume.
Mas-Grau, J. (2017). Del transexualismo a la disforia de género en el DSM. Cambios termilógicos, misma esencia patoligizante. Revista Internacional de Sociología, 75 (2).
Solá, M. & Urko, E. (comp.) (2013). Transfeminismos. Epistemes, fricciones y flujos. Nafarroa: Txalaparta.
VVAA (2014). Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, DSM-V. Buenos Aires: Editorial Médica Panamericana.


No hay comentarios:

Publicar un comentario