A la izquierda, la bandera trans. A la derecha, la arcoíris, que engloba al colectivo LGBT en su conjunto. |
Por un lado,
el sexo es una categorización que se ha aplicado en biología. Se considera que
el sexo son todas aquellas características que diferencian a los individuos
separándolos en masculinos y femeninos, lo que incluye el sexo cromosómico, el
gonadal y el fenotípico. Esto no debe ser entendido como una distinción estanca
y separada, pues no siempre se da así en la naturaleza. Existe la realidad
intersexual, en la que la persona presenta características biológicas de ambos
sexos en mayor o menor medida, pero sin tener que llegar a este punto, estos
factores sexuales tienen una gran variación dependiendo del individuo. En
humanos, esto se trasladará al concepto social de hombre/mujer.
Por otro lado,
el género es una construcción social. Dentro de esta encontramos por una parte
la identidad de género, que es la identificación propia de la persona, y por
otra los roles de género, que son los papeles que la sociedad asigna a cada
identidad. En la sociedad occidental en la que vivimos, decimos que hay un binarismo
de género, es decir, que solo se presenta la opción legal y socialmente
aceptada de hombre/mujer. A cada identidad, que se impone externamente al
individuo en base a sus genitales, se le asocia determinado rol social. Sin
embargo, en algunas sociedades, la relación entre los roles y la identidad es
más compleja y está unida a otros conceptos como la orientación sexual de la
persona o las prácticas culturales.
Por ejemplo,
en Tehuantepec, México, «muxe» denomina a las personas asignadas hombres al
nacer que asumen roles femeninos socialmente (algunas de estas personas se
consideran mujeres tránsgenero, mientras que otras se identifican como hombres
gays. Hay quien no asume la catoligización occidental). En Samoa existe un tercer género llamado «fa’afafine», que engloba a
personas asignadas hombres al nacer que son educadas como mujeres por sus
familias, y que llevan a cabo un papel social que no es en realidad ni de
hombre ni de mujer (algunas de estas personas se consideran hombres cis y otras
mujeres trans, algunas niegan estas identidades). En Albania, las personas asignadas mujeres al nacer pueden
renunciar a las relaciones sexuales y al matrimonio para tomar el rol de hombre
en su familia; a partir de entonces, serán tratadas como hombres y tendrán sus
privilegios. A estas personas se las conoce como «vírgenes juramentadas».
Como veis,
estas culturas no relacionan la identidad de género solamente con el sexo, lo
que sí ha hecho la cultura occidental a lo largo de los siglos. Y es que,
mientras que en otras partes del mundo se considera a una persona de otro género por comportamientos
sociales o sexuales, en Occidente tradicionalmente se tiene la idea de que solo
se puede ser de un género si se poseen las características sexuales atribuidas
a él, generalmente, los genitales. Es decir, desde que se comenzó a visibilizar
la realidad trans en el mundo occidental, se dio a entender que una persona debía cambiar de sexo para poder ser
aceptada, por ella misma y por la sociedad, en su nuevo género.
Se suele
repetir que a las personas trans se las ha patologizado porque se ha impuesto
una visión desde la medicina que señalaba su identidad como un trastorno
mental. La palabra «transexual», de hecho, nace en el seno de la sexología
europea, a principios del siglo pasado, cuando también se comienzan a realizar
las primeras operaciones de reasignación de género. Como tradicionalmente se
asumía que un hombre era hombre por tener pene y una mujer era mujer por tener
vagina, la única solución que se daba a la condición trans era la hormonación y
la operación.
Fue así como
se señaló, desde la psiquiatría, que las personas trans sufrían un trastorno,
basado en una discordancia entre la identidad de género y el sexo del
individuo, que le provocaba un «malestar». La primera aparición en la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades,
dependiente de la OMS) fue en la CIE-6 (1948), donde el «transexualismo» se
incluía en el apartado de trastornos mentales. En los años 80 se incluyó el
diagnóstico de «transexualismo» como trastorno en el DSM (Diagnostic and
Statistical Manual of Mental Disorders), en parte con la intención de que el costo de estas operaciones fuera
asumido por la sanidad pública y/o las aseguradoras estadounidenses. Posteriormente
se conocería como «trastorno de identidad de género».
La inclusión de esta categoría fue criticada,
al considerar que no se podía patologizar una identidad y que ese diagnosticado
«malestar» se podría solucionar mediante procedimientos no quirúrgicos. Por
parte de otros expertos en salud mental se señaló que la asignación de una
persona a estas categorías provocaba que tal persona asumiera que estaba
enferma, lo que hacía que empeorase su estado anímico.
Tras las presiones sociales, el DSM cambió
la nomenclatura a «disforia de género» en el 2012. Sin embargo, científicos y
académicos de diversos campos siguen viendo en el manual esa intención
patologizante, pues sigue diagnosticando la realidad trans como si fuera un
problema de salud metal que requiere una intervención. La OMS, por su parte, en
2017 cambió la nomenclatura de «transexualidad» a «incongruencia de género» y
la movió del capítulo de trastornos mentales al de condiciones relativas a la
salud sexual.
Pese a estos cambios, en la mayoría de los
casos se siguen percibiendo ser transgénero como una enfermedad mental, aunque
una que no debe tratase como tal, sino mediante un tratamiento hormonal y
quirúrgico. Debido a que las personas trans no están ampliamente
aceptadas en la mayor parte del mundo, y menos si no hacen esta transición, parecería
imposible confirmar si la «disforia de género» puede existir fuera de una
realidad que discrimina la diversidad sexual. Sin embargo, parece estar
demostrado que este malestar no existe en aquellas culturas en las que otras
realidades son aceptadas sin problemas. De hecho, esta es una postura que cada
vez toma más peso entre los profesionales de la salud: que la disforia recogida
en el DSM-V es más una consecuencia de la exclusión social producto de la
transfobia, y no un problema de la persona en sí.
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