8 nov 2013

Solo tú puedes salvar el mundo o cómo quitar becas Erasmus lo puede destruir


Ayer estuve rebuscando entre mis archivos (normal, tengo muchos y me olvido de la mayoría) y me encontré, con sorpresa, con el siguiente texto que escribí en primero de bachillerato. Es decir, qué bien viene ahora que Wert está manoseando e intentando estrangular las becas Erasmus.
NOTITA: Es un cuento fantástico, pero la fantasía es simplemente una visión distinta de la realidad. Creo que la crítica a los recortes en educación se puede entender.

Volvió a meter las manos en los bolsillos. Se había olvidado los guantes en casa, estaba demasiado nervioso como para acordarse de una cosa tan banal como aquella. Tenía ante sí una gran oportunidad que no sabía si rechazar o no, por eso acudiría de nuevo a la adivina que tantas veces había acertado sobre su futuro. No le quedaba otra opción: era de carácter indeciso. Siempre que tomaba cualquier decisión pensaba en las miles de consecuencias catastróficas que podría tener. Por eso necesitaba la opinión de alguien que las atisbaría todas.
Por fin llegó al número 33. Era una vieja casa de ladrillo rojo bastante vulgar, situada justo en medio de los barrios más normales de aquella laberíntica ciudad. La primera vez que le hablaron de aquel lugar donde vivía una bruja se había imaginado una oscura calle llena de niebla y una casa que parecía salir de la nada. En aquella fachada que se erguía ante él nada parecía señalar el poder que habitaba en ella.
Abrió la vieja verja negra y caminó por el pasillo de piedra que llevaba hasta la morada de aquella mujer. Llamó una vez al timbre y esperó impacientemente en la oscuridad del jardín, frotándose las manos para calentarlas.
La puerta chirrió al abrirse y un haz de luz iluminó la noche. Una mujer anciana de pelo blanco se asomó y sonrió al ver al desgarbado muchacho. Este la saludó cortésmente, como siempre hacía, y pasó dentro. El interior parecía también el de una casa normal y corriente, como todo lo demás, tal vez decorada un poco a lo antiguo, situación habitual en casas habitadas por personas de cierta edad.
Los dos se dirigieron al pequeño cuarto en el que la mujer tenía sus «instrumentos» que era lo único inusual que se podría descubrir en aquel lugar. Eso sí, aquella habitación hacía que te olvidaras de todo lo demás: estaba llena de bolas de cristal, antiguos libros, cartas de tarot y frascos llenos de hierbas y cosas que el chico no quería ni imaginarse. Se sentaron en el sofá rojo y la viejecita preguntó:
—¿Cuál es tu duda, hijo?
—Verá, Décima —Así la llamaban porque era la más pequeña de diez hermanos, y también por la Parca de la mitología romana—, he conseguido una beca Erasmus por fin para ir a estudiar a Francia, pero no sé si irme.
—Eso parece bueno, ¿por qué ibas a rechazarlo?
—Estoy preocupado por mi padre. Aún no se ha mejorado de su enfermedad y no quiero abandonarlo.
—No lo abandonas, muchacho, lo dejas con tu madre y tu hermana.
—Pero ya sabe a lo que me refiero.
—Entonces, ¿lo que quieres saber es si pasará algo cuando no estés?
—Exactamente.
La mujer suspiró. Aquel muchacho acostumbraba a venir a pedirle consejo cada vez que tenía cualquier duda sobre cualquier tema. El indeciso, lo llamaba su marido. De todos modos sacó sus cartas de tarot. En realidad eso no servía de nada, lo que tenía que hacer era asomarse al futuro, olvidarse de la imaginación humana del tiempo, entrever entre la niebla otros momentos. Comprobó que su padre se pondría mejor en el futuro, en un futuro bastante cercano. Sonrió.
—Mejorará en unos meses —Las personas creían mejor sus palabras si eran específicas. Con las mentiras pasaba lo mismo—. Esa es la carta de la salud, tu padre se recuperará pronto.
El chico suspiró, dio las gracias y se levantó. La mujer lo acompañó hasta la puerta y rechazó el dinero que este le ofrecía. Mientras el muchacho se metía las monedas en los bolsillos ella se arrebujó con su abrigo, pues notaba el aire frío de alrededor. El muchacho se despidió y desapareció por la calle.
La anciana fue a su cocina a prepararse un té cuando vio a su gato corriendo de un lado a otro, jugando con algo. Cuando se agachó para cogerlo comprobó que era la bufanda del chico. La cogió.
Un hombre anciano está viendo la televisión. Al menos, lo está intentando. No consigue sintonizar ningún canal. Se levanta lentamente y aporrea la televisión hasta que la melodía de las noticias comienza a oírse. Vuelve a sentarse lentamente, cogiendo el mando para subir el volumen.
Una gran explosión sale en la pantalla. Hay personas cerca de la cámara que salen corriendo para ponerse a salvo, temiendo por sus vidas. Los camiones de bomberos se dirigen rápidamente hacia el edificio para luchar contra las llamas que ya crean una inmensa columna de humo.
Una joven reportera aparece en una rueda de prensa.
—Estas imágenes que acaban de ver han sido grabadas en la central nuclear francesa que casi vuela por los aires. Debido a una ciclogénesis explosiva de gran magnitud, uno de los reactores ha sido dañado y parte de él ha comenzado a arder. Sin embargo, los bomberos han llegado a tiempo y el reactor no se ha visto afectado gracias a un invento de protección. Sin él el calor podría haber afectado seriamente la antigua estructura interna de la construcción—hace una breve pausa y continúa—. El hombre que tengo a mis espaldas—dice— ha sido uno de las personas que más han contribuido a que no se produzca la catástrofe. Este hombre es el científico que creó el sistema de protección que nos ha salvado de un apocalipsis nuclear.
El anciano aplaude sin moverse del sitio, aunque comenta algo sobre «sensacionalismo al utilizar palabras como “apocalipsis”».
—Comenzó su andadura como científico con una beca y ha llegado a ser el mejor de este siglo. Gracias a su contribución no ha estallado esta central, que habría provocado una peligrosa fuga que llevaría nubes radiactivas al resto del mundo. Demos un aplauso a Juanjo García Gómez.
El anciano rompe a llorar mientras sonríe para sí mismo. Se enjuaga las lágrimas y le dice a la televisión:
—Estoy orgulloso de tu determinación, hijo. Una beca Erasmus nos ha salvado.
La vidente tiró la bufanda y se secó el sudor de su frente. Nunca había tenido una visión tan intensa, y aunque no hubiera sido mala, la había sentido con angustia, como si no se fuera a cumplir si sucedía algo que lo impidiera ahora.
El timbre volvió a sonar. Al abrir la puerta comprobó que allí estaba de nuevo el chico. Se había acordado de la bufanda cuando salió a la calle y notó el viento frío de la noche. La anciana le preguntó:
—Perdona, muchacho, pero la beca…es decir, ¿qué es lo que quieres estudiar?
—Física. Me interesa la física nuclear.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo a la mujer. Al devolverle la bufanda, pudo comprobar que en la etiqueta ponía «Propiedad de Juanjo G. G.». El chico volvió a sonreír distraído y le deseó buenas noches. La anciana se quedó allí, en el umbral de la puerta, observando de nuevo cómo la oscuridad se tragaba a aquel muchacho.

«Todo es tan extraño…» pensaba mientras cerraba la puerta.  «Ayudas a alguien, a un joven sin experiencia en nada, y a los pocos años puede que él te salve de una catástrofe…bien está el dicho de haz el bien sin mirar a quien, porque la vida es tan enigmática y da tantas vueltas que una pequeña acción de un ser humano irrelevante puede destruir el mundo…o salvarlo».

2 comentarios:

  1. Interesante historia con moraleja incluida.

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    1. Normalmente, aunque no lo intente, casi todos mis cuentos tienen alguna moraleja, por pequeña que sea ;)

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