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Feliz NO San Valentín. En este terrorífico viernes 13 en el que se estrena 50 sombras de Grey, día antes de San
Valentín, no voy a hablar de sadomasoquismo mal explicado. Solamente voy a
dejar un relato que demuestra que los amores perdidos existen y que, si al
menos no lo intentaste, te puedes arrepentir (nada que ver con 50 sombras, que nadie se atreva a decir "por desgracia"). Quiero desmitificar el amor
empalagoso con un texto empalagoso antiempalagoso pesimista. El sadismo del escritor reside en hacer sufrir a los personajes que quiere. Saludos.
Qué más daba
lo mal que pudiera haber salido el día. Aunque lo hubieran insultado, aunque se
hubieran metido con su cultura, aunque se hubieran reído de él, su sola
presencia ya bastaba para disipar las nubes.
Solía meter
las manos en los bolsillos cada vez que la veía. Tal vez tenía miedo de no
saber qué hacer con las manos, pues estaba seguro de que empezaría a dar
vueltas a su bolígrafo, a revolverse el pelo o a no dejar en paz a su colgante.
Así que, sí, cada vez que la veía entrar por la puerta se metía las manos en
los bolsillos, se erguía un poco para verla por encima de las cabezas, dejaba
de escuchar las conversaciones hirientes alrededor y respiraba su aroma.
Nunca se le
había dado bien describir olores, pero daba igual. Era simplemente uno de los
mejores aromas existentes en el mundo. Estaba seguro de que las colonias de mil
euros eran peores que la fragancia que siempre seguía a aquella chica. Le
recordaba a los veranos felices de niñez; al fresco de un bosque en otoño,
cuando todas las hojas caídas alfombran caminos perdidos; a las noches
alrededor de una hoguera, cuando los miedos acechan en las sombras, pero la
compañía de tus amigos te hace sentirte invencible; a los primeros copos de
nieve que caen tímidos sobre una ciudad gris que se los tragará. Le ardía el
corazón cada vez que la olía. Le hacía sentir la inefable soledad del individuo.
Su presencia
podía pasar inapercibida entre tantos seres, pero para él era el centro del
universo. Los cabellos que le caían sobre la espalda, la nariz pequeña, las
mejillas sonrojadas por el frío, el resplandor de sus ojos oscuros, la forma
que tenía de colocarse la bufanda una y otra vez a lo largo de las aburridas
clases, su sonrisa cada vez que una de sus amigas le decía algo. Su cara de
desesperanza al observar algún examen. Su cara de confusión cuando el profesor
explicaba cosas inefables. Todo le atraía como si fuera un agujero negro, como
si él fuera solamente un ente inanimado que se ve inevitablemente arrastrado
hacia la perdición.
Había notado
varias veces el inexistente caso que le hacía. Para ella, era invisible. Sus
amigas de vez en cuando le lanzaban una mirada un tanto mortal, queriendo
protegerla, queriendo alejarlo. Él, simplemente, metía las manos en los
bolsillos y agachaba la cabeza, intentado prestar una atención que no poseía a
sus apuntes.
Estuvo
demasiado tiempo soportando las burlas, estuvo demasiado tiempo con las manos
en los bolsillos. Si se chocaba con ella de casualidad creía que iba a morir.
Cuando caminaba por la calle y la veía esperando el autobús quería detener el
tiempo para admirarla eternamente. Odiaba su presencia, y la necesitaba. Podía
conseguir sacarle una sonrisa en los peores tiempos, podía conseguir lanzarle a
un pozo sin salida cuando ella apartaba la mirada.
Nunca se
atrevió a sacar las manos de los bolsillos. Esa chica pasó delante de sus ojos
infinitas veces, más de las que tú y yo podemos contar, y nunca le dirigió una
sola palabra. Ella, simplemente, no sabía que él existía. Sus amigas,
simplemente, se reían del mundo, no de él. Para ellas era indiferente, una cara
más entre las cientas que verían al día. Para ella era inexistente, una sombra
en la oscuridad. Para él, ella era un universo.
Cuando jadeó
por última vez, entre el humo del incendio, solamente pudo pensar en ella. En
las ocasiones perdidas, en el tiempo abandonado. Solamente pudo pensar que, si
vives una vida sin intentar nada, no la has vivido. Y se dio cuenta de eso
justamente cuando comenzaba a vivirla.
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