Justo en el
momento en el que Zeus dejó de explicarle a su copero por qué las humanas le
atraían mucho más que su esposa (nadie aguanta una relación durante milenios),
se dio cuenta de que, a sus pies, Helios ya pasaba con su carro de fuego sobre
Asturias. Se esperaba un sol brillante.
—Esto no puede
ser—dijo en voz baja—. Hoy hay cántabros que vuelven en autobús a su tierra,
pero para cogerlo tienen que ir andando. Hay que joderlos.
Zeus fue hasta
su trono y rebuscó entre sus cojines hasta que encontró su bolsa de rayos. Sonriente,
volvió a la terraza del Olimpo y se inclinó hacia las tierras de los mortales.

—¿Lluvia?—le
preguntó—. ¿Crees que esos norteños no saben lo que es la lluvia?
—Que lo sepan
no significa que no les moleste. También saben lo que es la muerte, listo.
Zeus suspiró
mientras gruñía y Atenea siguió mirándolo impasible.
—Lluuuuuuviaaaaaaa—canturreaba
ella.
Cuando Sar se
despertó en la tierra de los mortales y vio las calles mojadas, se empezó a
preguntar si Dios/Alá/Odín/Zeus/Júpiter lo estaba haciendo a propósito.
En el Olimpo,
cuando Zeus se cansó de observar a los humanos y empezó a buscar específicamente
lupanares, Atenea se agachó esperando que su susurro divino en griego antiguo
llegase a los alumnos de clásicas de la Universidad de Oviedo: «Los humanos
creasteis los paraguas para evitar las capulladas de los dioses».
Sin que nadie
de clásicas verificase tal historia, Sar la escribió, no vaya a resultar que
sea cierta y nadie la sepa. Feliz viernes lluvioso.
Escrito en
Whatsapp entre las 8:21-8:31 de la mañana.
¡Las genialidades de Sar!
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